Las dos teofanías de Jacob
Jacob es uno de los patriarcas
más sorprendentes. El profesor del Seminario Pio XII José Luis Elorza suele
decir aquello de que las historias de la Biblia no son historias ejemplares,
tampoco en este caso: “los autores de
este relato no idealizan… no lo presentan como un santo varón, un patriarca
modelo de imitación para sus descendientes; no les interesaba ofrecer una
historia ejemplar[1]”.
Jacob no comienza como su abuelo Abrahán con un acto de obediencia a Dios, sino
con un intento de engañar a su padre y a su hermano mayor Esaú, apoyado por su
madre Rebeca. ¿Cómo un simple tramposo puede convertirse en héroe? Desde un
punto de vista dramático-narrativo, resulta más atractivo el hermano cazador y
salvaje, que aquel que se esconde entre las faldas de su madre. Como dice W. R. Browning, “La semblanza que se hace de Jacob no es
atractiva[2]”. Por tanto,
tenemos que partir de la premisa de que los propios compiladores bíblicos eran
conscientes del “problema” de Jacob.
Robert Graves y Raphael Patai,
utilizando fuentes misdráticas y de otras tradiciones judías, remarcan el
problema de Jacob y lo insertan en los diversos episodios y semblanzas de su
relato[3]. La
oposición Esaú-Jacob no es meramente familiar, explica desde una perspectiva
teológico-providencial una serie de dualidades (Edom-Israel,
cazador-pastor/agricultor, saduceos –por que Esaú se ríe de la resurrección- y
fariseos, etc) y una serie de consecuencias posteriores en la historia de
Israel. El destierro de Israel, su infidelidad a Yahve, es explicada desde la
propia bendición que pronuncia Isaac a petición de Esaú (donde profetiza el día
en el que se quitará el yugo de su hermano –Gen. 27, 40). Por ello, Herodes el
Grande, de linaje idumeo, se convierte también en Rey de los Judíos; por una
especie de reparación providencial de la trampa de Jacob. Algunas fuentes
judías pretenden justificar el acto de Jacob mediante el argumento de que era
voluntad de Dios y por el carácter y la querencia genuinamente pagana de Esaú.
En este sentido, cabe destacar que el relato bíblico es admirablemente sobrio,
no carga la balanza sobre la potestad de Jacob –aunque este, al decir a su
padre que “yo soy tu primogénito” no lo engañe realmente, ya que Esaú ya ha
renunciado a ese título. Robert Graves señala el paralelismo de Jacob con
Odiseo o mejor con su posible contemporáneo –y padre de Odiseo- Autólico, con
un tipo de héroe pagano muy popular por su astucia y sus añagazas. Pero también
subraya la evidencia de que el relato bíblico no justifica los actos de Jacob,
antes bien, este sumerge a Jacob en una ordalía existencial, que se prolonga de
forma dramática en la historia de José. Dice nuestro profesor, en este sentido:
“Su trapacería y habilidad le sirven mucho, al principio para trepar,
luego para luchar por sus derechos; pero llega también un momento en que todas
sus habilidades no le sirven para nada; como tantos hombres y mujeres en una
situación límite se siente invadido por una extrema inseguridad e indefensión
hasta la angustia[4]”.
Este burlador burlado, o
engañador que cae en las consecuencias de sus propios engaños, es protagonista
de dos de las más espectaculares teofanías que hay en el Antiguo Testamento.
Pero antes de entrar en el análisis de ellas, quisiera remarcar que para Anselm
Grun, en su estudio de las figuras bíblicas masculinas, Jacob simboliza al
“padre”, a aquel que de comienzos nada auspiciosos y ligado firmemente a su
madre al fin consigue convertirse en una especie de padre universal, en
progenitor simbólico. Como se suele decir, a nosotros nos deben interesar más
las razones de los escritores de la Biblia para convertir a Jacob en uno de sus
principales progenitores. ¿Por qué Jacob es nombrado por el propio Dios con el
nombre que legará a su pueblo, Israel?
Entremos en la primera teofanía.
De camino a Betuel, Jacob contempla en un sueño una escalera que llega hasta el
cielo por la cual sube y baja un ejército de ángeles (Gen. 28, 12). Dios enseña
aquí a Jacob una realidad más allá de su experiencia y sabiduría: “Se sepa o no, entre el cielo y la tierra,
hay una misteriosa comunicación; este mundo de aquí abajo está conectado con un
mundo superior; la historia de aquí abajo está habitada por un Dios que, al
mismo tiempo, la trasciende y la penetra descendiendo a la misma[5]”. La llamada
“escalera de Jacob” expresa el universo multidimensional que la actual física
cuántica va desvelando y tendrá su reflejo también en toda la filosofía,
ciencia y esoterismo herméticos. Para este, el universo consiste en una serie
de círculos concéntricos, o barreras dimensionales, en el centro del cual se
encuentra la Fuente o el mismo Dios Padre. Los ángeles representan los llamados
“seres de luz” que bajan de esferas más altas y que constituyen los mensajeros
de la divinidad.
Robert Graves, haciendo uso de
alguna de sus fuentes misdráticas, afirma incluso que “Jacob fue elegido como modelo para el ángel con cara de hombre que
Ezequiel vio en una visión del carro de Dios; y su rostro apacible y lampiño
también está impreso en la luna[6]”. En este caso,
las leyendas colaterales nos expresan la paradoja de un ser terreno convertido
en molde de las cosas divinas y más grandes, en virtud de la gracia que entrega
Dios al pueblo de Israel. Es también reflejo de la importancia que los judíos
dan a este patriarca, a pesar de todos sus defectos. Jacob, el más prosaico de los
hombres, piadoso en un sentido puramente formal, recibe una visión de increíble
potencia, siendo capaz de contemplar la cadena de luz que une al microcosmos
con el macrocosmos junto con los seres inimaginables que la habitan. Es un
tributo a la resiliencia de Jacob, a su obstinación en su cortedad de miras,
que tras el primer asombro invoque al Señor de forma condicional y retributiva.
Pero al menos ha dado un paso más allá del universo de intrigas y engaños en el
que ha habitado hasta entonces. Jacob no es un ser excepcional: es un ser
convencional, incluso a un nivel de espiritualidad, que tiene una experiencia
extraordinaria, como es el encuentro con la grandeza de Dios y su compleja
creación. Aquí vemos la clave, tantas veces repetida a lo largo de la Biblia,
de que Dios, pese a la multitud de sus signos y sus milagros, tiene una tarea
difícil en convencer al hombre, ya que este no puede trasegar la experiencia
divina más que a través de su frágil y a veces mezquina humanidad. Para que
Jacob sea digno de la misión que le ha sido encomendada, tendrá que engrandecer
su corazón y sufrir nuevas pruebas y penalidades.
Pasamos, por tanto, a la segunda
teofanía. Jacob se enamora de Raquel, la hija de Labán, el pariente de su
madre, y trabaja para este durante catorce años para conseguirla. Como dice
nuestro profesor, la experiencia del amor por otro ser de distinto sexo es “una verdadera escuela de maduración para el
ser humano[7]”. Y cuando tras
diversas vicisitudes decide volver a la tierra de Canaan, se topa con que su
hermano Esaú le va a salir al encuentro, con todo el recuerdo del ser que fue y
del mal que hizo entonces. Mueve a la compasión del lector verle tan cambiado,
engañado y explotado por su suegro, y finalmente volviendo a su tierra con
esposas y hacienda, para tener que encarar el fruto de sus acciones pasadas.
Dejemos que la pluma de Anselm Grün glose tan importante momento:
“Se ve obligado a afrontar su propia verdad. Lleva por ello a sus
mujeres e hijos y todas sus posesiones más allá del vado de Jacob. “Cuando
Jacob se quedó solo, un hombre luchó con él hasta el amanecer. Viendo el hombre
que no le podía, le tocó en la articulación del muslo, y se la descoyuntó
durante la lucha. Y el hombre le dijo: Suéltame, que ya despunta la aurora.
Jacob dijo: No te soltaré hasta que no me bendigas” (Gen 32,25-27). Es una
lucha a vida o muerte. Jacob no puede evitarla. La afronta y recibe del hombre
misterioso, tan adversario al inicio, la bendición que le capacita para ir sin
miedo al encuentro de su hermano[8]”.
La Biblia es un auténtico
laboratorio de ideas simbólicas puestas en la práctica de un relato. ¿Cómo
podemos concebir el hecho inaudito, pero imaginable, de la lucha entre Dios, el
propio Dios, y un pobre hombre? Por qué el propio Jacob se da cuenta que el ser
con el que combate no es un enemigo, sino el Dios encarnado en su Ángel. Y, sin
embargo, el siempre disimulado y diplomático, nunca violento, Jacob, se ve
envuelto en una lucha mucho más desigual y desesperada que la que podía tener
con su hermano. Y en esa lucha cobra nuevas fuerzas, a pesar de pagar el
tributo de su propia integridad física. Y encuentra las palabras sabias por las
que el Ángel del Señor proclamará su gloria, que fue no detenerse ante Dios
cuando lo que necesitaba era valor y determinación. Y es el propio Dios quien
ofrece el combate que Jacob elude, y le demuestra que si es capaz de luchar
contra Dios, y pedirle su bendición, su gracia le acompañara junto con su
fuerza. El texto tiene más paradojas, como por ejemplo:
“Cuando Jacob se encuentra con su hermano Esaú, se postra ante él siete
veces consecutivas. Entonces corre Esaú hacia él, lo abraza y lo besa. Lloran
juntos los dos. Y Jacob exclama: “Me he presentado ante ti como uno se presenta
ante Dios, y tú me has recibido bien” (Gen 33,10). Es significativo que, en las
dos maneras del encuentro con la sombra, se reconoce siempre a Dios en la
sombra. Tanto en la lucha como en la postración ante la sombra, Jacob intuye
que es el Dios misterioso el que en la oscuridad sale a su encuentro[9]”.
Después de su increíble prueba,
Jacob no aparece como un orgulloso conquistador o como un ser superior, sino
que se abalanza, por impulso, a arrodillarse ante su hermano, para reconocer y
reparar su pasado mal, reconociéndolo como si fuera el propio Dios. Y Esaú lo
reconoce con alegría del hermano que recobra a su hermano añorado, con la
alegría de Dios que también recobra a Jacob, en su nuevo ser de valor y
sabiduría. Jacob hace buena esa máxima del libro del Tao: “el necio que persiste en su necedad, al final se convertirá en sabio”.
La obstinación y resiliencia son las dos grandes virtudes y la identidad entre
el Jacob joven y el nuevo Jacob que madura en el destierro. Virtudes que se
convierten, al principio, en su ruina, pues necedad para Dios es el deseo de
preeminencia, la principal herramienta del ego, en la que cae Jacob. Pero es su
obstinación en la necia cordura del amor por Raquel el que le impulsa a
madurar. Y, finalmente, cuando vuelve a Canaan, el eludir tantos años la
conciencia de sus actos injustos respecto a su hermano, le lleva de forma
inopinada al más grande de los combates. Además de por su amor por Raquel, algo
aparentemente tan alejado de su naturaleza acomodaticia por lo cual es
doblemente enternecedor, Jacob es grande por esas dos visiones y encuentros. En
la lucha, y en el amor, Jacob encuentra la sabiduría y el perdón. Y es
bautizado con el sagrado nombre de Israel, de aquel que luchó contra Dios,
demostrando que Dios es también capaz de admirar a los hombres: “En adelante no te llamarás Jacob, sino
Israel, porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y le has
vencido” (Gen 32, 29). Después de esto, no es de extrañar que los judíos hayan
puesto como padre de su linaje a un hombre como Jacob.
[1] ELORZA, JOSÉ LUIS, Drama y esperanza, p. 198.
[2] BROWNING, W. R. F, Diccionario de la Biblia, RBA, 2009,
Barcelona, p. 245.
[3] GRAVES ROBERT, RAPAHEL
PATAI, Los mitos hebreos, Alianza,
2004, Madrid, p. 248.
[4] ELORZA, ibidem, p. 199.
[5] Ibidem, p. 202.
[6] GRAVES, p. 255.
[7] ELORZA, Ibidem, p. 204.
[8] GRUN ANSELM, Luchar y amar, Ternos, 2006, p. 76.
[9] Ibidem.
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