Imanol lizarralde
La ética de los derechos

“Convendrá resaltar, por si pudiera haber lugar a malos entendidos, que
el derecho a ser moral, implica en ocasiones la desobediencia y la transgresión
de las reglas establecidas, así como un sentirse “más allá del bien y del mal”
consagrados por la costumbre o la inercia, así como una denuncia del “malestar
en la cultura” opresiva. El derecho a ser moral implica una moral prometeica de
rebelión contra los dioses despóticos, las fuerzas irracionales no controladas
por el hombre, la lucha contra los dogmas establecidos por la autoridad o la
costumbre[3]”.
En el último capitulo del libro,
Esperanza Guisán desgrana de una forma más extensa los contenidos de esa educación
moral. Se trata “de una educación que
intente liberar al individuo tanto del relativismo radical, metodológico o no
metodológico (…), del reduccionismo parejo al psicologismo o el sociologismo
(…), como del dogmatismo, el intuicionismo y el elitismo[4]”. Nos encontramos,
por tanto, ante una educación moral esencialmente negativa, cuya finalidad
consiste en combatir lo que la autora considera “errores”, dentro de su
diagnóstico del estado de la ética actual. Vemos aquí una serie de
incongruencias, como es la de abrazar, en parte, una determinada visión de una
“ética de la rebelión” que está en contra de la influencia de la publicidad, la
Iglesia católica, el deber-ser kantiano, el nihilismo, el relativismo… Más allá
de la integración que hace esta perspectiva entre razón y pasión o pasiones,
Guisán propone una auténtica juridicialización de la ética, en la que esta es
contemplada como una serie de “derechos[5]”.
Cuando Guisán reivindica “el derecho a
ser moral[6]” e insta a las
estructuras institucionales a que acojan esta propuesta y la apliquen en el
sistema educativo, abre la posibilidad contraria, al “derecho de ser inmoral”
que por fuerza implica esta visión de la autonomía individual. De esta forma,
corre el peligro de caer en el lado oscuro del preceptivismo, que Pablo bien
plantea cuando dice, “Pero la ley se
introdujo para que el pecado abundase; mas cuando el pecado abundó, sobreabundó
la gracia.” (Romanos 5: 20). En el caso de la ética que estamos analizando,
conocemos la Ley, los derechos de Guisán, que la propia razón puede revertir en
contra de lo que ellos dicen, por obra de la autonomía de la libertad
individual. Pero ¿dónde está la “gracia” –o el bien- que debe sobreabundar? Los
cristianos, al menos, tienen a Cristo, su vida, su muerte, su resurrección, el
Espíritu que transmitió desde los primeros tiempos de la Iglesia y que llega
hasta ahora en el recuerdo, la conmemoración y la acción.
Dos son los problemas que se
añaden al preceptivismo de Guisán. El primero de ellos reside en que Guisán considera
que “el mal” es un algo ideológico, externo a la propia estructura de la
conciencia. Sin embargo, ella misma reconoce la falibilidad de la razón y, por
tanto, del discernimiento racional, que constituye un elemento en permanente
provisionalidad. La cuestión de la cruz de Cristo –sobre la que volveremos más
adelante- cuestión escandalosa para Guisán, nos trae el reconocimiento de que
todos los hombres estamos crucificados, es decir, que vivimos, externa e
internamente, en una situación de contradicción, que está descrita por Pablo en
Romanos 7. No sólo la situación humana, la condición humana es, también,
problemática y contradictoria. El discernimiento ético no es, como pensaban los
antiguos cazadores de herejes y en, este caso, Guisán, mera cuestión de errores
de doctrina.
El segundo problema consiste en
que la ética no es sólo una cuestión de derechos. Dice nuestra autora: “frente al pesimismo ético y antropológico
kantiano el derecho, no el deber, de ser moral[7]”. Sin embargo,
para que se mantenga el binomio libertad-responsabilidad, la autonomía
individual debe ir ligada a una finalidad social, la ciudad, la sociedad, la
Iglesia, la familia… El hombre escoge el sujeto colectivo al que se adhiere y
escoge su comportamiento en función de esa opción, manteniendo su autonomía. El
ser humano vive entre otros seres humanos y, aunque viva sólo, tendrá
obligaciones respecto a ellos. Y surge nuevamente la cuestión, si hay derecho a
ser moral, también existe el derecho a ser inmoral. ¿De qué manera puede el ser
humano salvarse de su condición bipolar-contradictoria en la que cae la mera
razón humana o, en este caso, salvar al discernimiento ético, en la medida de
lo posible, de caer en esa contradicción?
Debemos reseñar que la postura de
Guisán viene motivada por la urgencia con la que quiere salvar la cuestión de
la felicidad humana: “el deber ser feliz,
como el único, el más sacrosanto de todos los demás porque sólo siendo felices,
a la manera humana, que dista mucho el goce de los puercos, podremos ser excelentes,
virtuosos, morales[8]”.
El problema es que existen tantas felicidades como existen personas
humanas. Y muchos consideran la infelicidad como la felicidad o lo malo como
bueno. Para el drogadicto la droga, para el poderoso el poder sobre los demás,
para la víctima su propia desgracia, existen múltiples formas de apego a
felicidades ilusorias. Si desdeñamos o debilitamos las ideas de deber ser o del
sacrificio, si el justo no debe mantener su promesa por que le perjudica,
estamos atacando la misma base de la perspectiva ética, que es el
discernimiento entre lo malo y lo bueno.
Los valores éticos se aplican en
un mundo en contradicción y en lucha. Es la conciencia de esta batalla la que
puede otorgar al deber ser una cualidad no de sobrecarga[9], como
teme Guisán, sino de felicidad trascendente y purificada, la que sienten el
padre y la madre de familia llevando a su prole mediante su duro trabajo, la del
justo perseguido y excluido, la de los humillados y ofendidos de la tierra
cuando son conscientes de que la razón ética apoya su derecho y por tanto
tienen la legitimidad y la felicidad luminosa de luchar por ello.
Finalmente, una ética de la
rebelión permanente no es compatible con el sistema educativo o el orden
social, aunque este sea justo o tenga una parte de justicia. La rebelión o la
negación es una opción de la ética, no es la ética. El sistema educativo no
puede educar en esos valores sin el equilibrio de valores positivos que tengan
más fuerza que la débil afirmación de la mera razón apasionada de Guisán.
Nuestra autora cae, aquí, en el error de una fe excesiva en la eugenesia.
Recordemos a Chesterton, cuando achacaba el utopismo educativo de H. G. Wells
una situación imaginaria en la que “una
vigilancia médica produciría hombres fuertes y saludables. Solamente sé que si
ello fuera así, la primera actuación de los hombres fuertes y saludables sería
aplastar la vigilancia médica[10]”.
Más allá de la ética
Guisán afirma con justeza: “en ausencia de la pasión decididamente no
ha lugar a la ética[11]”. Sin embargo, el
apartado del libro dedicado a las pasiones y a la definición de la razón
apasionada, o la relación entre razón y pasión, es vagoroso y decepcionante. Más
allá de una crítica contra el dualismo cristiano, pagano y kantiano entre razón
y pasión[12], y juicios de valor
acerca de la fuerza y belleza del sentimiento o los sentimientos éticos, apenas
se atreve a nombrar alguna pasión más que a un nivel casi genérico (“sentimientos de empatía y solidaridad (…) sentimientos
éticos[13]”). La asimilación
entre “religión de la humanidad” y “ética” (y la exclusión de cualquier otra
religión que pueda realizar realmente a la persona que no sea esa, pues llega a
decir, “la felicidad humana es
inalcanzable para aquellos que no poseen ese sentimiento ético de la vida[14]”), le ha llevado
por senderos de absolutismo crítico tras los cuales no es capaz de articular de
forma palpable las promesas de la “razón apasionada”.
Afirma nuestra autora: “cuando yo postulo una ética sin religión
quiero decir simplemente una ética purificada de dogmas sobrehumanos o
sobrenaturales[15]”.
Sin embargo, una persona tan poco susceptible de veleidades religiosas,
como el filósofo Fernando Savater, tiene que reconocer un más allá de la ética,
ya que “su secreto es que nadie va a
contentarse sólo con ella; que ella misma, solitaria y desnuda, es
inconcebible. Por ello en su fervor humanista hay algo dramáticamente
sobrehumano[16]”.
Una ética “purificada de dogmas sobrehumanos o sobrenaturales” es contraria
a la condición humana, que sueña con aventuras cósmicas y mitos como cuestiones
trascendentes dadoras de sentido. La propia Guisán usando el lenguaje poético
tiene que hablar de una “ética prometeica”, ya que el lenguaje figurado, o la
misma poesía, tienden a lo sobrehumano. Así lo afirma el propio Savater cuando
describe lo sagrado como algo más allá de la ética pero de la que esta se
encuentra imbuida: “La conciencia de
nuestra libertad nos viene por vía imaginativa, ideal: es la imaginación lo que
nos recuerda aquello de que somos capaces y todo lo que desesperada y
delirantemente queremos, es decir, creemos merecer[17]”. La verdad es
que nuestras pasiones sueñan con mundos inconcebibles y la razón ética se ve
conformada por esos sueños.
¿Por qué esto es así? Una de las
razones es que la ética va siempre ligada a una determinada figura o arquetipo
humano o sobrehumano. Para Esperanza Guisán, la figura es alguien parecido a
Sócrates o a Stuart Mill. Para Savater esa figura es “el héroe” de las sagas o
relatos y novelas de aventuras. No es de extrañar que en la portada de su libro
Batman-el hombre murciélago aparezca luchando contra un pirata. La ética, de
esa manera, en la realidad simbólica con la que nuestra alma labora las
pasiones, debe revestirse de un don de fuerza y poder acorde con el mal con el
que debe enfrentarse; así Gandalf El Blanco y su báculo, de regreso de la
muerte, lucha contra los terribles muertos vivientes llamados Nazgul; así la
inocencia de paloma y astucia de serpiente de Jim Hawkins chasquea a los
piratas; así Martín Luther King levanta multitudes con su voz bíblica y derriba
las murallas de la discriminación racial. Savater nos describe la dimensión
existencial de la ética. Esta no se nos muestra en todo su vigor más que cuando
está encarnada en el trazado de una historia y afronta una determinada
situación, cuando en el límite de su magisterio racional se ve trasmutada y
templada al rojo por los grandes peligros y pasiones de la vida.
Frente al peligro de la muerte
(cuestión que, desgraciadamente, no menciona Esperanza Guisán), Savater nos
plantea:
“La ética no cree en el futuro ni acepta su dominio sobre el presente
(no cree que lo presente sea un medio que sólo cobrará sentido al final, en su
fin); tampoco acepta lo pasado como lastre y perecimiento, sino que sólo guarda
de él lo que vale, lo que sigue valiendo, lo que no ha pasado. El ideal ético
es, pues, una propuesta activa contra las obras y los fastos de la muerte. Ni
salva ni consuela de la muerte: se afirma contra ella, negando el tiempo de que
la muerte está hecha[18]”.
El tiempo de la ética es el
eterno presente, el ahora del incidente, sobre el cual se desenvuelve la acción
del héroe, que tiene que aplicar sobre una situación concreta la fuerza de su
decisión moral. El héroe debe actuar sin temor a ella, sabiendo que mientras
viva su libertad trascendente (por que debe negar el poder de la muerte y su
fantasma) seguirá actuando en el buen combate que su trayecto vital le haya
deparado. El héroe morirá, en eso consiste (como dice Tolkien) la tragedia de
ser hombre. Pero, según Savater, “la
ética propone compartir la carga de la muerte como un simple revés, el revés de
la vida; al comunicarme con el otro le eternizo y lo que sanciono es la
necesidad para mí de su vida y libertad: subrayo nuestro parentesco con lo inmortal
y comparto con el otro la preocupación por la mortalidad a cuyo carro
victorioso me niego, sin embargo, a subirme[19]”. La ética niega,
así, el poder de la muerte sobre los valores que ella misma representa y arroja
al héroe a la praxis de la defensa de esos valores, que son el símbolo precioso
de una eternidad actuante en la virtud del héroe.
De esta forma, frente a la
muerte, la ética se nutre de un determinado estado de conciencia: “la vida es comunicación, pero hay en el
núcleo mismo de la intimidad algo que jamás puede ser comunicado y ese algo,
violento, mágico, impersonal pero más yo que yo mismo, arrebatado y sereno, ese
algo sabe desde siempre lo que es la muerte y no la teme[20]”. Es como si la
aventura ética, conectando con las fuentes de la conciencia, fuera poseedora de
una sabiduría secreta por la cual debiera esquivar el fantasma de la muerte,
que puede debilitar el denuedo moral del hombre, y, a la vez, como reflejo de
la eternidad, la comprendiera, en tanto, como dice Savater, “muero porque algo en mí –que no soy yo pero
que es inseparable de mí- quiere transformarse y no le teme a la metamorfosis”.
La ética debe, también, encararse
y transformarse por las grandes pasiones. Y Savater cita la más grande de
todas, el amor, que es para el, “la afirmación
entusiasta de otro[21]”. La dialéctica
entre razón y pasión, que alude Esperanza Guisán, posee la peculiaridad de que
la pasión tiene sus razones, como decía Pascal acerca del corazón. En este
sentido, “donde el amor se instaura sobra
la ética y deja de tener sentido la virtud. Los objetivos de la virtud, lo que
quieren conseguir valor, generosidad, humanidad, solidaridad, justicia, etc...
lo logra el amor sin proponérselo siquiera, sin esfuerzo ni disciplina (…). El
amor acierta lo que quiere la virtud mucho mejor que la virtud misma[22]”. Pero el amor es
siempre particular (“el más grande y
ancho corazón ama siempre de uno en uno[23]”); “nadie puede exigirme amor, no es cuerdo
pretender que ame a todos mis semejantes, ni a la mayoría, n siquiera a un relativamente
amplio número de ellos. La ética establece la disposición general por la que mi
alma busca confirmarse en la comunidad de lo humano, por medio de la
comunicación racional[24]”.
Adentrarnos más allá del límite
de la ética, nos sirve para delimitar su espacio y carácter específico, que
Savater define como la confirmación de la comunidad de lo humano mediante la
comunicación racional. A la vez, nos hacemos conscientes de las fuentes ajenas
de las que se alimenta la ética: la “imaginación creadora”, proveniente de lo
sagrado, representación trascendente de la libertad que tiene que ejercer el
sujeto ético; y el amor, donde la ética encuentra su culminación y disolución
pero en el cual el hombre, por su debilidad de criatura mortal, no puede
habitar permanentemente. La insistencia guisaniana en lo “humano”, su misma
concepción de la “religión de la humanidad” como un ente purificado de dogmas
sobrehumanos, constituye un reduccionismo de la condición del hombre, ya que
este necesariamente busca la trascendencia de su condición en sus sueños de
creación y anhelos de amor. Lo malo de “la religión de la humanidad” es que no
es una religión real, carece de una narrativa, no conecta con nada fuera de sí
misma, y por tanto alimenta una ética precaria y débil.
En este sentido, es necesario
convenir en la interrelación entre la ética y la religión como ámbitos
diferenciados pero mutuamente beneficiosos, de la manera que nuestro profesor
Arturo García lo plantea:
“La ética aporta a la religión unos preámbulos sin los que ésta no
podría realizarse por el ser humano. Donde falta la conciencia del bien y del
mal, falta una de las raíces de lo religioso. La religión, por su parte, puede
promover y fomentar la motivación para la acción moral, sin buscarlo en lo
externo, sino presentándolo como lo más denso y arraigado en la persona en su
relación con el Valor y el Bien. De ahí que la religión pueda ser considerada
por el sujeto religioso como la perfección y el coronamiento de la moral[25]”.
Jesús, maestro de humanidad
Para Esperanza Guisán el Dios
católico o cristiano es un Dios esquizofrénico que se divide entre un “Dios implacable y todopoderoso” como el
del Antiguo Testamento, “o de ese Dios,
todavía más peligroso, que con su chantaje amoroso de “entrega de su vida” y
sus sufrimientos (por otra parte dudosos en un ser, por definición inmune al
sufrimiento y a la muerte), que con su “entrega” en la Cruz se convierte en la
gran víctima, de esta suerte legitimado moralmente para reclamar de nosotros el
sacrificio de nuestras propias vidas, nuestra autonomía y nuestra libertad[26]”. Y cita del
Evangelio: “Si alguien quiere venir en
pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame” (Mt, 16, 24).
También califica al Dios cristiano como “un
padre despótico que nos obliga a “tomar la cruz[27]”.
Ya hemos comprobado la deficiente
perspectiva que tiene Guisán de la conciencia individual, ya que no verifica el
hecho cierto de que esa conciencia está mellada, tiene lo que los psicólogos
llaman una “falla constitutiva” de la cual se derivan el ego, la falsa conciencia,
la mala conciencia, pues hay otra voz junto con la voz que nos dicta el bien
moral. Cuando Jesús plantea la autonegación no lo hace en términos de algún
ideal ascético o de mutilación de la propia persona, lo hace desde la
verificación de la existencia de un falso yo, la “carne” en el sentido paulino,
que se nutre de los apegos y del egotismo humanos, cuyo poder debemos negar en
nosotros. Cuando Jesús pide a su seguidor que “tome su cruz”, no dice otra cosa
que tiene que asumir su propia condición interna contradictoria. Sin
autoconocimiento no hay autonomía moral y Jesús señala el conocimiento de
nuestra propia falibilidad como condición necesaria de la verdadera libertad.
Jesús no pide sacrificios, Él es
el sacrificado, pero alerta de que todos estamos crucificados en la
contradicción de la cruz que es interna (en tanto a nuestra conciencia mellada)
y externa (en tanto a que vivimos dentro del “pecado del mundo”, en un mundo
problemático). Cuando Jesús grita desde la cruz, “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc, 23, 24), está
definiendo la propia ceguera humana frente al crimen que comete, expresada en
la furia mimética de los egos desatados de la multitud que busca,
indefectiblemente, un chivo expiatorio. Al ofrecerse como víctima propiciatoria,
Jesús quiere otorgar a la humanidad el don de comprender la naturaleza precisa
de su propio mal, así como también manifiesta el magisterio de su respuesta,
llena de perdón y amor. Como Moisés en el desierto, más que el (ya que está
siendo martirizado) Jesús intercede por su pueblo ante el Padre.
La constancia de estos factores
es imprescindible para cualquier planteamiento de autonomía moral: somos seres con
tendencia a la bipolaridad, la contradicción y a la violencia mimética. La
sociedad y el mundo en que vivimos está conformada en la medida de nuestro ser.
Un planteamiento ético tiene que basarse en tener en cuenta esa realidad.
Hablando del amor, Savater hace
una más convincente descripción del Dios
personal en el que creemos los cristianos:
“Quien nos ama nos brinda graciosamente ese don de vigor incorruptible
que todo el esfuerzo heroico se propone y nunca llega del todo a conseguir.
Quien nos ama nos ve ya rescatados, tal como ni como nosotros mismos lograremos
vernos. El sublime sueño de un Dios de amor postula que haya alguien que nos
vea siempre a todos así; una Persona Infinita, frente a la cual todos
pudiéramos ver confirmada la infinidad de nuestra singularidad. La causa de
todo anulándose por amor a cada cual y devolviendo a la irrepetibilidad de cada
uno la fundamentación de su origen[28]”.
Jesús es para el cristiano la
figura, “la razón apasionada”, el “héroe”, el “sol del mediodía” (como define
Savater al amor). En El, en efecto, se produce la paradoja de “la causa de todo
anulándose por amor a cada cual”, el misterio de lo que Juan de la Cruz
califica como la increíble “humildad y dulzura” de Dios, que para amar al
hombre viene a servirle. Es por ello que los cristianos, desembarazados de la
vieja preceptiva y la casuística, deberemos escuchar siempre al resonante
mandato de la libertad y liberación transcendentes: “¡Vean qué clase de amor nos ha dado el Padre, de modo que se nos llame
hijos de Dios!; y eso somos” (1 Juan 3:1). Pues, “Dios ha enviado el espíritu de su Hijo a nuestros corazones, y este
clama: “¡Abba, Padre!”. Así es que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo,
también heredero, gracias a Dios” (Gálatas 4: 1-7). De esta manera, el hombre para madurar moralmente necesita
reconocer la paternidad, pues esta es la vinculación física que posee con el
propio creador, y en ese reconocimiento se nos ofrece una transmisión de
poderes por parte del Padre. La libertad es un don, parte de una herencia, que
se nos da por tal reconocimiento. Y como Hijos de Dios, sujetos libres y
autónomos, y reflejo de esa libertad que nos ha sido dada y que brilla en
nuestro corazón, deberemos proseguir la tarea del Hijo en esta tierra:
“Amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley.
Porque: No adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no
codiciarás, y cualquier otro mandamiento, en esta sentencia se resume: Amarás a
tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace mal al prójimo; así que el
cumplimiento de la ley es el amor” (Romanos 13:8-10).
[1] Guisán, p. 147.
[2] Ibidem, p. 149.
[3] Ibidem, p. 61.
[4] Ibidem, p. 151.
[5] Ibidem, p. 57, 71, 75, 76.
[6] Ibidem, p. 56.
[7] Ibidem, p. 23.
[8] Ibidem, p. 24.
[9] Ibidem, p. 55.
[10] CHESTERTON, G. K. Herejes, Obras completas, volumen 1, Plaza
Janés, 1967, Barcelona. Esta, además, no es una situación imaginaria. Las
universidades alimentadas por la filosofía de la rebelión a lo largo de los
años 60 estuvieron a punto de ser destruidas por masas de estudiantes
dispuestos a poner en práctica esa misma filosofía.
[11] Guisán, p. 92.
[12] Ibidem, p. 91-2.
[13] Ibidem, p. 85.
[14] Ibidem, p. 90.
[15] Ibidem, p. 28.
[16] SAVATER FERNANDO, Iniciación a la ética, Anagrama, 1998,
Barcelona, p. 107.
[17] Ibidem, p. 127.
[18] Ibidem, p. 146.
[19] Ibidem, p. 148.
[20] Ibidem, p. 149.
[21] Ibidem, p. 120.
[22] Ibidem, p. 121.
[23] Ibidem, p. 120.
[24] Ibidem, p. 118.
[25] García, p. 11.
[26] Guisán, p. 42.
[27] Ibidem, p. 47.
[28] Ibidem, p. 122-3.
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