2012-10-08

La ética y su más allá: análisis de libro "Ética sin religión" de Esperanza Guisán (y 2)

Imanol lizarralde


La ética de los derechos
 
¿Cómo se puede llegar a estas condiciones óptimas de desarrollo humano por el cual el individuo alcance “la libertad de razonar” de tal manera que puede desarrollar su libertad? Guisán plantea que eso sólo es conseguible “en una sociedad en la que se garanticen las estructuras adecuadas para que el individuo pueda proseguir en el desarrollo de sus capacidades críticas”. Este tipo de sociedad, según la autora, ya existe y es el modelo de democracia representativa que actualmente tenemos en Occidente, aunque ella le otorgue un matiz o una tendencia, pues expresa la necesidad de lo que llama “una democracia de autodesarrollo” o “una democracia ética[1]”.  ¿Cómo podemos llegar a ese objetivo? “Sólo es posible mediante un proceso educativo[2]. ¿Qué tipo de moral constituye el contenido de tal enseñanza? La autora nos dice:
 
“Convendrá resaltar, por si pudiera haber lugar a malos entendidos, que el derecho a ser moral, implica en ocasiones la desobediencia y la transgresión de las reglas establecidas, así como un sentirse “más allá del bien y del mal” consagrados por la costumbre o la inercia, así como una denuncia del “malestar en la cultura” opresiva. El derecho a ser moral implica una moral prometeica de rebelión contra los dioses despóticos, las fuerzas irracionales no controladas por el hombre, la lucha contra los dogmas establecidos por la autoridad o la costumbre[3]”.  
En el último capitulo del libro, Esperanza Guisán desgrana de una forma más extensa los contenidos de esa educación moral. Se trata “de una educación que intente liberar al individuo tanto del relativismo radical, metodológico o no metodológico (…), del reduccionismo parejo al psicologismo o el sociologismo (…), como del dogmatismo, el intuicionismo y el elitismo[4]”. Nos encontramos, por tanto, ante una educación moral esencialmente negativa, cuya finalidad consiste en combatir lo que la autora considera “errores”, dentro de su diagnóstico del estado de la ética actual. Vemos aquí una serie de incongruencias, como es la de abrazar, en parte, una determinada visión de una “ética de la rebelión” que está en contra de la influencia de la publicidad, la Iglesia católica, el deber-ser kantiano, el nihilismo, el relativismo… Más allá de la integración que hace esta perspectiva entre razón y pasión o pasiones, Guisán propone una auténtica juridicialización de la ética, en la que esta es contemplada como una serie de “derechos[5]”. Cuando Guisán reivindica “el derecho a ser moral[6] e insta a las estructuras institucionales a que acojan esta propuesta y la apliquen en el sistema educativo, abre la posibilidad contraria, al “derecho de ser inmoral” que por fuerza implica esta visión de la autonomía individual. De esta forma, corre el peligro de caer en el lado oscuro del preceptivismo, que Pablo bien plantea cuando dice, “Pero la ley se introdujo para que el pecado abundase; mas cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia.” (Romanos 5: 20). En el caso de la ética que estamos analizando, conocemos la Ley, los derechos de Guisán, que la propia razón puede revertir en contra de lo que ellos dicen, por obra de la autonomía de la libertad individual. Pero ¿dónde está la “gracia” –o el bien- que debe sobreabundar? Los cristianos, al menos, tienen a Cristo, su vida, su muerte, su resurrección, el Espíritu que transmitió desde los primeros tiempos de la Iglesia y que llega hasta ahora en el recuerdo, la conmemoración y la acción.  

Dos son los problemas que se añaden al preceptivismo de Guisán. El primero de ellos reside en que Guisán considera que “el mal” es un algo ideológico, externo a la propia estructura de la conciencia. Sin embargo, ella misma reconoce la falibilidad de la razón y, por tanto, del discernimiento racional, que constituye un elemento en permanente provisionalidad. La cuestión de la cruz de Cristo –sobre la que volveremos más adelante- cuestión escandalosa para Guisán, nos trae el reconocimiento de que todos los hombres estamos crucificados, es decir, que vivimos, externa e internamente, en una situación de contradicción, que está descrita por Pablo en Romanos 7. No sólo la situación humana, la condición humana es, también, problemática y contradictoria. El discernimiento ético no es, como pensaban los antiguos cazadores de herejes y en, este caso, Guisán, mera cuestión de errores de doctrina.  

El segundo problema consiste en que la ética no es sólo una cuestión de derechos. Dice nuestra autora: “frente al pesimismo ético y antropológico kantiano el derecho, no el deber, de ser moral[7]”. Sin embargo, para que se mantenga el binomio libertad-responsabilidad, la autonomía individual debe ir ligada a una finalidad social, la ciudad, la sociedad, la Iglesia, la familia… El hombre escoge el sujeto colectivo al que se adhiere y escoge su comportamiento en función de esa opción, manteniendo su autonomía. El ser humano vive entre otros seres humanos y, aunque viva sólo, tendrá obligaciones respecto a ellos. Y surge nuevamente la cuestión, si hay derecho a ser moral, también existe el derecho a ser inmoral. ¿De qué manera puede el ser humano salvarse de su condición bipolar-contradictoria en la que cae la mera razón humana o, en este caso, salvar al discernimiento ético, en la medida de lo posible, de caer en esa contradicción? 

Debemos reseñar que la postura de Guisán viene motivada por la urgencia con la que quiere salvar la cuestión de la felicidad humana: “el deber ser feliz, como el único, el más sacrosanto de todos los demás porque sólo siendo felices, a la manera humana, que dista mucho el goce de los puercos, podremos ser excelentes, virtuosos, morales[8]”. El problema es que existen tantas felicidades como existen personas humanas. Y muchos consideran la infelicidad como la felicidad o lo malo como bueno. Para el drogadicto la droga, para el poderoso el poder sobre los demás, para la víctima su propia desgracia, existen múltiples formas de apego a felicidades ilusorias. Si desdeñamos o debilitamos las ideas de deber ser o del sacrificio, si el justo no debe mantener su promesa por que le perjudica, estamos atacando la misma base de la perspectiva ética, que es el discernimiento entre lo malo y lo bueno.  

Los valores éticos se aplican en un mundo en contradicción y en lucha. Es la conciencia de esta batalla la que puede otorgar al deber ser una cualidad no de sobrecarga[9], como teme Guisán, sino de felicidad trascendente y purificada, la que sienten el padre y la madre de familia llevando a su prole mediante su duro trabajo, la del justo perseguido y excluido, la de los humillados y ofendidos de la tierra cuando son conscientes de que la razón ética apoya su derecho y por tanto tienen la legitimidad y la felicidad luminosa de luchar por ello. 

Finalmente, una ética de la rebelión permanente no es compatible con el sistema educativo o el orden social, aunque este sea justo o tenga una parte de justicia. La rebelión o la negación es una opción de la ética, no es la ética. El sistema educativo no puede educar en esos valores sin el equilibrio de valores positivos que tengan más fuerza que la débil afirmación de la mera razón apasionada de Guisán. Nuestra autora cae, aquí, en el error de una fe excesiva en la eugenesia. Recordemos a Chesterton, cuando achacaba el utopismo educativo de H. G. Wells una situación imaginaria en la que “una vigilancia médica produciría hombres fuertes y saludables. Solamente sé que si ello fuera así, la primera actuación de los hombres fuertes y saludables sería aplastar la vigilancia médica[10]”. 

 

Más allá de la ética 

Guisán afirma con justeza: “en ausencia de la pasión decididamente no ha lugar a la ética[11]”. Sin embargo, el apartado del libro dedicado a las pasiones y a la definición de la razón apasionada, o la relación entre razón y pasión, es vagoroso y decepcionante. Más allá de una crítica contra el dualismo cristiano, pagano y kantiano entre razón y pasión[12], y juicios de valor acerca de la fuerza y belleza del sentimiento o los sentimientos éticos, apenas se atreve a nombrar alguna pasión más que a un nivel casi genérico (“sentimientos de empatía y solidaridad (…) sentimientos éticos[13]). La asimilación entre “religión de la humanidad” y “ética” (y la exclusión de cualquier otra religión que pueda realizar realmente a la persona que no sea esa, pues llega a decir, “la felicidad humana es inalcanzable para aquellos que no poseen ese sentimiento ético de la vida[14]), le ha llevado por senderos de absolutismo crítico tras los cuales no es capaz de articular de forma palpable las promesas de la “razón apasionada”. 

Afirma nuestra autora: “cuando yo postulo una ética sin religión quiero decir simplemente una ética purificada de dogmas sobrehumanos o sobrenaturales[15]”. Sin embargo, una persona tan poco susceptible de veleidades religiosas, como el filósofo Fernando Savater, tiene que reconocer un más allá de la ética, ya que “su secreto es que nadie va a contentarse sólo con ella; que ella misma, solitaria y desnuda, es inconcebible. Por ello en su fervor humanista hay algo dramáticamente sobrehumano[16]”. Una ética “purificada de dogmas sobrehumanos o sobrenaturales” es contraria a la condición humana, que sueña con aventuras cósmicas y mitos como cuestiones trascendentes dadoras de sentido. La propia Guisán usando el lenguaje poético tiene que hablar de una “ética prometeica”, ya que el lenguaje figurado, o la misma poesía, tienden a lo sobrehumano. Así lo afirma el propio Savater cuando describe lo sagrado como algo más allá de la ética pero de la que esta se encuentra imbuida: “La conciencia de nuestra libertad nos viene por vía imaginativa, ideal: es la imaginación lo que nos recuerda aquello de que somos capaces y todo lo que desesperada y delirantemente queremos, es decir, creemos merecer[17]”. La verdad es que nuestras pasiones sueñan con mundos inconcebibles y la razón ética se ve conformada por esos sueños.  

¿Por qué esto es así? Una de las razones es que la ética va siempre ligada a una determinada figura o arquetipo humano o sobrehumano. Para Esperanza Guisán, la figura es alguien parecido a Sócrates o a Stuart Mill. Para Savater esa figura es “el héroe” de las sagas o relatos y novelas de aventuras. No es de extrañar que en la portada de su libro Batman-el hombre murciélago aparezca luchando contra un pirata. La ética, de esa manera, en la realidad simbólica con la que nuestra alma labora las pasiones, debe revestirse de un don de fuerza y poder acorde con el mal con el que debe enfrentarse; así Gandalf El Blanco y su báculo, de regreso de la muerte, lucha contra los terribles muertos vivientes llamados Nazgul; así la inocencia de paloma y astucia de serpiente de Jim Hawkins chasquea a los piratas; así Martín Luther King levanta multitudes con su voz bíblica y derriba las murallas de la discriminación racial. Savater nos describe la dimensión existencial de la ética. Esta no se nos muestra en todo su vigor más que cuando está encarnada en el trazado de una historia y afronta una determinada situación, cuando en el límite de su magisterio racional se ve trasmutada y templada al rojo por los grandes peligros y pasiones de la vida.  

Frente al peligro de la muerte (cuestión que, desgraciadamente, no menciona Esperanza Guisán), Savater nos plantea:  

“La ética no cree en el futuro ni acepta su dominio sobre el presente (no cree que lo presente sea un medio que sólo cobrará sentido al final, en su fin); tampoco acepta lo pasado como lastre y perecimiento, sino que sólo guarda de él lo que vale, lo que sigue valiendo, lo que no ha pasado. El ideal ético es, pues, una propuesta activa contra las obras y los fastos de la muerte. Ni salva ni consuela de la muerte: se afirma contra ella, negando el tiempo de que la muerte está hecha[18]”. 

El tiempo de la ética es el eterno presente, el ahora del incidente, sobre el cual se desenvuelve la acción del héroe, que tiene que aplicar sobre una situación concreta la fuerza de su decisión moral. El héroe debe actuar sin temor a ella, sabiendo que mientras viva su libertad trascendente (por que debe negar el poder de la muerte y su fantasma) seguirá actuando en el buen combate que su trayecto vital le haya deparado. El héroe morirá, en eso consiste (como dice Tolkien) la tragedia de ser hombre. Pero, según Savater, “la ética propone compartir la carga de la muerte como un simple revés, el revés de la vida; al comunicarme con el otro le eternizo y lo que sanciono es la necesidad para mí de su vida y libertad: subrayo nuestro parentesco con lo inmortal y comparto con el otro la preocupación por la mortalidad a cuyo carro victorioso me niego, sin embargo, a subirme[19]”. La ética niega, así, el poder de la muerte sobre los valores que ella misma representa y arroja al héroe a la praxis de la defensa de esos valores, que son el símbolo precioso de una eternidad actuante en la virtud del héroe.  

De esta forma, frente a la muerte, la ética se nutre de un determinado estado de conciencia: “la vida es comunicación, pero hay en el núcleo mismo de la intimidad algo que jamás puede ser comunicado y ese algo, violento, mágico, impersonal pero más yo que yo mismo, arrebatado y sereno, ese algo sabe desde siempre lo que es la muerte y no la teme[20]”. Es como si la aventura ética, conectando con las fuentes de la conciencia, fuera poseedora de una sabiduría secreta por la cual debiera esquivar el fantasma de la muerte, que puede debilitar el denuedo moral del hombre, y, a la vez, como reflejo de la eternidad, la comprendiera, en tanto, como dice Savater, “muero porque algo en mí –que no soy yo pero que es inseparable de mí- quiere transformarse y no le teme a la metamorfosis”. 

La ética debe, también, encararse y transformarse por las grandes pasiones. Y Savater cita la más grande de todas, el amor, que es para el, “la afirmación entusiasta de otro[21]. La dialéctica entre razón y pasión, que alude Esperanza Guisán, posee la peculiaridad de que la pasión tiene sus razones, como decía Pascal acerca del corazón. En este sentido, “donde el amor se instaura sobra la ética y deja de tener sentido la virtud. Los objetivos de la virtud, lo que quieren conseguir valor, generosidad, humanidad, solidaridad, justicia, etc... lo logra el amor sin proponérselo siquiera, sin esfuerzo ni disciplina (…). El amor acierta lo que quiere la virtud mucho mejor que la virtud misma[22]”. Pero el amor es siempre particular (“el más grande y ancho corazón ama siempre de uno en uno[23]); “nadie puede exigirme amor, no es cuerdo pretender que ame a todos mis semejantes, ni a la mayoría, n siquiera a un relativamente amplio número de ellos. La ética establece la disposición general por la que mi alma busca confirmarse en la comunidad de lo humano, por medio de la comunicación racional[24]”. 

Adentrarnos más allá del límite de la ética, nos sirve para delimitar su espacio y carácter específico, que Savater define como la confirmación de la comunidad de lo humano mediante la comunicación racional. A la vez, nos hacemos conscientes de las fuentes ajenas de las que se alimenta la ética: la “imaginación creadora”, proveniente de lo sagrado, representación trascendente de la libertad que tiene que ejercer el sujeto ético; y el amor, donde la ética encuentra su culminación y disolución pero en el cual el hombre, por su debilidad de criatura mortal, no puede habitar permanentemente. La insistencia guisaniana en lo “humano”, su misma concepción de la “religión de la humanidad” como un ente purificado de dogmas sobrehumanos, constituye un reduccionismo de la condición del hombre, ya que este necesariamente busca la trascendencia de su condición en sus sueños de creación y anhelos de amor. Lo malo de “la religión de la humanidad” es que no es una religión real, carece de una narrativa, no conecta con nada fuera de sí misma, y por tanto alimenta una ética precaria y débil.  

En este sentido, es necesario convenir en la interrelación entre la ética y la religión como ámbitos diferenciados pero mutuamente beneficiosos, de la manera que nuestro profesor Arturo García lo plantea:  

“La ética aporta a la religión unos preámbulos sin los que ésta no podría realizarse por el ser humano. Donde falta la conciencia del bien y del mal, falta una de las raíces de lo religioso. La religión, por su parte, puede promover y fomentar la motivación para la acción moral, sin buscarlo en lo externo, sino presentándolo como lo más denso y arraigado en la persona en su relación con el Valor y el Bien. De ahí que la religión pueda ser considerada por el sujeto religioso como la perfección y el coronamiento de la moral[25]”.  

 

Jesús, maestro de humanidad 

Para Esperanza Guisán el Dios católico o cristiano es un Dios esquizofrénico que se divide entre un “Dios implacable y todopoderoso” como el del Antiguo Testamento, “o de ese Dios, todavía más peligroso, que con su chantaje amoroso de “entrega de su vida” y sus sufrimientos (por otra parte dudosos en un ser, por definición inmune al sufrimiento y a la muerte), que con su “entrega” en la Cruz se convierte en la gran víctima, de esta suerte legitimado moralmente para reclamar de nosotros el sacrificio de nuestras propias vidas, nuestra autonomía y nuestra libertad[26]”. Y cita del Evangelio: “Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame” (Mt, 16, 24). También califica al Dios cristiano como “un padre despótico que nos obliga a “tomar la cruz[27]”. 

Ya hemos comprobado la deficiente perspectiva que tiene Guisán de la conciencia individual, ya que no verifica el hecho cierto de que esa conciencia está mellada, tiene lo que los psicólogos llaman una “falla constitutiva” de la cual se derivan el ego, la falsa conciencia, la mala conciencia, pues hay otra voz junto con la voz que nos dicta el bien moral. Cuando Jesús plantea la autonegación no lo hace en términos de algún ideal ascético o de mutilación de la propia persona, lo hace desde la verificación de la existencia de un falso yo, la “carne” en el sentido paulino, que se nutre de los apegos y del egotismo humanos, cuyo poder debemos negar en nosotros. Cuando Jesús pide a su seguidor que “tome su cruz”, no dice otra cosa que tiene que asumir su propia condición interna contradictoria. Sin autoconocimiento no hay autonomía moral y Jesús señala el conocimiento de nuestra propia falibilidad como condición necesaria de la verdadera libertad. 

Jesús no pide sacrificios, Él es el sacrificado, pero alerta de que todos estamos crucificados en la contradicción de la cruz que es interna (en tanto a nuestra conciencia mellada) y externa (en tanto a que vivimos dentro del “pecado del mundo”, en un mundo problemático). Cuando Jesús grita desde la cruz, “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc, 23, 24), está definiendo la propia ceguera humana frente al crimen que comete, expresada en la furia mimética de los egos desatados de la multitud que busca, indefectiblemente, un chivo expiatorio. Al ofrecerse como víctima propiciatoria, Jesús quiere otorgar a la humanidad el don de comprender la naturaleza precisa de su propio mal, así como también manifiesta el magisterio de su respuesta, llena de perdón y amor. Como Moisés en el desierto, más que el (ya que está siendo martirizado) Jesús intercede por su pueblo ante el Padre.  

La constancia de estos factores es imprescindible para cualquier planteamiento de autonomía moral: somos seres con tendencia a la bipolaridad, la contradicción y a la violencia mimética. La sociedad y el mundo en que vivimos está conformada en la medida de nuestro ser. Un planteamiento ético tiene que basarse en tener en cuenta esa realidad.  

Hablando del amor, Savater hace una  más convincente descripción del Dios personal en el que creemos los cristianos:  

“Quien nos ama nos brinda graciosamente ese don de vigor incorruptible que todo el esfuerzo heroico se propone y nunca llega del todo a conseguir. Quien nos ama nos ve ya rescatados, tal como ni como nosotros mismos lograremos vernos. El sublime sueño de un Dios de amor postula que haya alguien que nos vea siempre a todos así; una Persona Infinita, frente a la cual todos pudiéramos ver confirmada la infinidad de nuestra singularidad. La causa de todo anulándose por amor a cada cual y devolviendo a la irrepetibilidad de cada uno la fundamentación de su origen[28]”. 

Jesús es para el cristiano la figura, “la razón apasionada”, el “héroe”, el “sol del mediodía” (como define Savater al amor). En El, en efecto, se produce la paradoja de “la causa de todo anulándose por amor a cada cual”, el misterio de lo que Juan de la Cruz califica como la increíble “humildad y dulzura” de Dios, que para amar al hombre viene a servirle. Es por ello que los cristianos, desembarazados de la vieja preceptiva y la casuística, deberemos escuchar siempre al resonante mandato de la libertad y liberación transcendentes: “¡Vean qué clase de amor nos ha dado el Padre, de modo que se nos llame hijos de Dios!; y eso somos” (1 Juan 3:1). Pues, “Dios ha enviado el espíritu de su Hijo a nuestros corazones, y este clama: “¡Abba, Padre!”. Así es que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero, gracias a Dios” (Gálatas 4: 1-7). De esta manera, el  hombre para madurar moralmente necesita reconocer la paternidad, pues esta es la vinculación física que posee con el propio creador, y en ese reconocimiento se nos ofrece una transmisión de poderes por parte del Padre. La libertad es un don, parte de una herencia, que se nos da por tal reconocimiento. Y como Hijos de Dios, sujetos libres y autónomos, y reflejo de esa libertad que nos ha sido dada y que brilla en nuestro corazón, deberemos proseguir la tarea del Hijo en esta tierra:  

“Amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. Porque: No adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no codiciarás, y cualquier otro mandamiento, en esta sentencia se resume: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor” (Romanos 13:8-10).



[1] Guisán, p. 147.
[2] Ibidem, p. 149.
[3] Ibidem, p. 61.
[4] Ibidem, p. 151.
[5] Ibidem, p. 57, 71, 75, 76.
[6] Ibidem, p. 56.
[7] Ibidem, p. 23.
[8] Ibidem, p. 24.
[9] Ibidem, p. 55.
[10] CHESTERTON, G. K. Herejes, Obras completas, volumen 1, Plaza Janés, 1967, Barcelona. Esta, además, no es una situación imaginaria. Las universidades alimentadas por la filosofía de la rebelión a lo largo de los años 60 estuvieron a punto de ser destruidas por masas de estudiantes dispuestos a poner en práctica esa misma filosofía.
[11] Guisán, p. 92.
[12] Ibidem, p. 91-2.
[13] Ibidem, p. 85.
[14] Ibidem, p. 90.
[15] Ibidem, p. 28.
[16] SAVATER FERNANDO, Iniciación a la ética, Anagrama, 1998, Barcelona, p. 107.
[17] Ibidem, p. 127.
[18] Ibidem, p. 146.
[19] Ibidem, p. 148.
[20] Ibidem, p. 149.
[21] Ibidem, p. 120.
[22] Ibidem, p. 121.
[23] Ibidem, p. 120.
[24] Ibidem, p. 118.
[25] García, p. 11.
[26] Guisán, p. 42.
[27] Ibidem, p. 47.
[28] Ibidem, p. 122-3.

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