La ética y su más allá: análisis del libro “Ética sin religión” de
Esperanza Guisán (1)
La problemática ética contemporánea
El cometido de este trabajo es
analizar el tema de la relación entre la ética y la religión en función de dos
libros, el de Esperanza Guisán “Etica sin religión” y el de Fernando Savater
“Iniciación a la ética”. Me centraré, sobre todo, en el primero de ellos y utilizaré
el segundo como contrapunto. Me ha parecido necesario plantear esta lectura
contrastada para ampliar la visión de este tema desde dos puntos de vista no
religiosos pero diferentes. Finalmente, trataré de enmarcar mi reflexión en la
perspectiva del personalismo cristiano, reflejada en el trabajo de nuestro
profesor, Arturo García.
La relación entre la ética y la
religión es un tema polémico que ya ha sido tratado con maestría por parte del
teólogo Torres Queiruga en su análisis del trabajo del filósofo José Antonio
Marina. En el caso de Esperanza Guisán es posible ver tal relación en el
diagnóstico que efectúa acerca del estado de la ética contemporánea, al que
daremos un repaso previo con el objetivo de centrar la cuestión. Para ella,
existe “una crisis de la ética normativa[1]” que procede sobre todo de la crítica
lingüística del positivismo lógico, cuyo “criterio
verificacionista” ha derivado “en un
no cognosticivismo ético que postulaba la no posibilidad de determinar verdades
o falsedades en el terreno de la ética normativa[2]”. Lo que acarrea “la creencia en la imposibilidad de hacernos
con un método racional para dilucidar las disputas éticas”.
Frente a esta problemática, interior a la filosofía y, por tanto, al propio desarrollo de la racionalidad, Guisán establece tres frentes de lucha. Por un lado, menciona el relativismo ético nacido del “carácter de la “permisividad” contemporánea”, según el cual:
“Puesto que algunas normas han quedado desfasadas, o dado que resulta palmario
que todas las normas son un producto social y carecen de garantes o
sancionadores divinos se concluye indebidamente a mi modo de ver, que no ha
lugar a la norma y que la moralidad no es nada al margen de los intereses de
las clases o grupos dominantes[3]”.
Por otro lado existe el nihilismo
ético. Desde este punto de vista, vivimos en un mundo en el cual, “todo tipo de moral parece haber quedado
rechazada con el rechazo de la moral tradicional”. Por tanto:
Finalmente, Guisán expresa su
rechazo en contra de las morales religiosas y la moral neokantiana: “es sólo liberándonos de todos los dogmas
religiosos, apriorísticos y sobrehumanos, como podremos comenzar a realizar una
filosofía moral y a ser, consciente y deliberadamente, morales[5]”. Por tanto denuncia, “con igual ímpetu las morales “católicas” y las morales filosóficas de
corte kantiano o neokantiano[6]”.
Frente a esta triple amenaza (el
relativismo moral, el nihilismo moral, y la moral religiosa y neokantiana) y
frente a la corrosión de la propia posibilidad racional de la ética por medio
del análisis del positivismo lógico, ¿cuál es la propuesta ética de Guisán? Esta
se basa en tres premisas: 1) “Considero
factible encontrar un método racional, más o menos provisional, para discutir
en ética”; 2) “Es posible encontrar
motivos para aceptar normas morales que no sean, simplemente, la ciega
obediencia a un dios, a un soberano o aun líder”; y 3) “no habremos alcanzado nada digno de denominarse “moral” (…), a menos
que las normas morales sean elegidas racional y libremente por sujetos
autolegisladores[7]”.
Guisán es consciente de que esta
solución “quizá sea poco operativa y
pragmática a corto plazo, con miras a paliar los destrozos del amoralismo
devastador que parece avecinarse”. También
afirma que “las ventajas de una sociedad
en la que la moralidad derivada de una ética sin religión fuese instituida son
innumerables[8]”.
Guisán “conserva una débil esperanza
en la razón”, una razón no científica. Insiste, “no espero demasiado de la sola racionalidad[9]” ya que tal razón no
“sólo es incapaz de motivar” sino que
además “ni siquiera (…) ella sola” puede ser suficiente “para dar cuenta de su legitimidad”. La razón debe de ir
acompañada de “algún sentimiento de
sympatheia, alguna suerte de dike[10]” formando así el
conjunto de lo que llama “la razón
apasionada”.
Reconoce admitir “a falta de un término más feliz” “algún tipo de “religión” como sustrato de
la ética[11]”.
Por tanto, ella misma, seguidora ferviente del filósofo utilitarista inglés
John Stuart Mill, hace suya la propuesta de su maestro de la exigencia de una
“religión de la humanidad”, a la que añade un segundo concepto como es el de
“moral de la tierra”:
“La religión de la humanidad hace suya la propuesta de que “el hombre
es un dios para el hombre”, más aun, de que “el hombre es el único dios para el
hombre”, proclamando que “muerto Dios ha nacido la ética” y sugiriendo, al
tiempo, la exigencia de cuidado mutuo entre los seres humanos, a falta de un
Padre-cuidador que nos pudiera eximir de la preocupación de velar por el
bienestar de los otros”.
Hasta aquí el resumen del
planteamiento de Guisán que iremos desarrollando en los siguientes apartados.
Como se ve, algunas inconsistencias saltan a la vista: la “muerte de Dios” no
ha traído como consecuencia el alzamiento de un nuevo milenio
ético-utilitarista, sino (como describe la autora con comprensible perplejidad[12]) ha
producido una auténtica crisis de los valores éticos: la disolución de los
valores en el análisis racional (positivismo lógico), su relativización esencial
(relativismo ético) o su desaparición del horizonte de los saberes (nihilismo
ético). Por otro lado, mal puede llamarse una obra “ética sin religión” cuando
plantea su propia propuesta religiosa, con la “religión de la humanidad” o la
“moral de la tierra” –religión además excluyente y que hace escarnio de las
demás, especialmente de la religión católica. Tal pretensión es contradictoria
con la defensa de una razón descrita por Guisán como débil y provisional. La
utopía de un mundo de ética sin religión tiene el defecto de todas las utopías:
apunta a un mundo inexistente y del que apenas tenemos constancia en el
presente. A este defecto le podemos añadir la convicción de que el
debilitamiento del sentimiento religioso también acarrea el debilitamiento de
la ética, como implícitamente reconoce la propia autora.
El estado de la conciencia ética
Pero vayamos a plantear la
siguiente pregunta: ¿cuál es el sujeto ético según Guisán? ¿Cuáles son sus
características? La autora nos da fe sincera de su defensa de la “dignidad de toda persona humana (la persona
humana en su integridad psíquico-somática) y de toda persona humana (el
conjunto universal de todos los seres humanos[13]”. Desde esta perspectiva, el sujeto ético es la
propia persona investida de su dignidad. Desarrollando esta visión, siguiendo a
Piaget, “el hombre puede abandonar el
estadio infantil propio de la moral heterónoma para alcanzar la moral autónoma[14]”. De esta forma, “la libertad que tenemos como pensadores
morales es simplemente la libertad de razonar, es decir, con palabras de Hare,
de llevar a cabo valoraciones morales racionales[15]”. A este
respecto, concluye: “Una vez que
alcanzamos la madurez necesaria para razonar éticamente, nos atenemos
voluntariamente a una serie de reglas que nos llevan a desarrollar nuestra
libertad en una dirección única[16]”.
¿Cuál es la naturaleza de la
conciencia ética? ¿Cuál sería su sujeto humano ideal? Esperanza Guisán habla de
“Sócrates que sabe que su daimon, su voz
interior propia, ha de ser escuchada antes que ningún otro tipo de conveniencia[17]”. O describiendo
las características de lo que denomina “la
razón apasionada” afirma que esta debe de estar en consonancia con “esa voz que brota de “ese extraño objeto de
deseo” que es el deseo de ser benévolamente imparcial, imparcialmente benévolo[18]”. La conciencia
ética, por tanto, es una “voz interior” que emite “dictados”.
Por el contrario, “las religiones reveladas, como la católica,
hacen del hombre (…) un instrumento de adoración a Dios, un eterno adolescente
en las manos del Padre, produciendo claramente heteronomía moral[19]”. En este
sentido, la teoría de Guisán respecto a la religión resulta cercana a la de
Nicolas Hartmann, para el cual “si el
sujeto ético es autónomo, el religioso es totalmente dependiente; si el ético
en la libertad, el religioso en la providencia[20]”. Ella señala una
(aparente) contradicción respecto a la doctrina católica: “la falta de coherencia es tal que a la vez se postula la obediencia a
Dios se reclama el primado de la conciencia individual[21]”.
Digo que esta contradicción es
“aparente” por que Esperanza Guisán asimila a Dios con la coercibilidad externa
que puedan ejercer unas normas o con los ministros religiosos encargados de
imponer esas normas[22].
Pero la conciencia del creyente es algo tan interior o propio como la voz o el
daimon que animaba a Sócrates o a la propia autora hacia la benevolencia. Desde
un punto de vista de lógica moral, en la lógica paradójica del creyente (que
cumpliendo su libertad cumple la voluntad de Dios), la autonomía y la heteronomía
pueden entenderse como diferentes caras de la misma moneda. La autonomía
consistiría, así, en la fijación del sujeto-persona en la conciencia de su
propio ser, sus intereses y su finalidad. La heteronomía sería la obediencia a
la ley interna o externa del sujeto para realizarse en dicha conciencia. Arturo
García nos define esta conjunción de la siguiente manera: “para el creyente, las normas morales son sus propias normas grabadas
por Dios en su mismo corazón[23]”. Desde esta
perspectiva, no es tanto la oposición entre libertad y obediencia (pues cuando
somos libres obedecemos a una determinada opción, y cuando obedecemos optamos
por esa obediencia), el problema está dentro de la conciencia humana, que es
problemática per se, tiende a la bipolaridad y la obsesión. Existe la voz de la
conciencia moral y existe la voz de lo que los antiguos teólogos llamaban la
“mala conciencia”, los marxistas califican como “la falsa conciencia” o los
budistas el ego, la conciencia parásita, alienante o alienada, que invita a
actuar (por medio de sus propias y convincentes razones o por medio de la
compulsión enajenada) en contra de la razón ética. Al igual que el bien, existe
el mal y el uno y el otro están dentro de nosotros. Como nos plantea Pablo, al
hablar de la conciencia humana, no partimos de eso que llamamos la razón o la
conciencia pura:
“Y no acabo de comprender mi conducta, pues no hago lo que quiero, sino
que hago lo que aborrezco. Pero si hago lo que aborrezco, estoy reconociendo
que la ley es buena y que no soy yo quien lo hace, sino la fuerza del pecado
que actúa en mí. Y yo sé bien que no hay cosa buena en mí, en lo que respecta a
mis apetitos desordenados. En efecto, el querer el bien está a mi alcance, pero
el hacerlo no. Pues no hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco. Y si
hago el mal que no quiero, no soy yo quien lo hace, sino la fuerza del pecado
que actúa en mí” (Romanos 7:15-20)
La función del discernimiento
ético es distinguir entre esas dos voces por medio del entendimiento ético y la
práctica moral. En cierta manera, la obediencia a una ley externa moldea
también la ley interior y viceversa la ley interior, al manifestarse en la
convivencia con otras personas, va convirtiéndose en ley universal y externa,
tal como lo entendía el existencialismo sartreano. El individuo autolegislador
que desea Guisán legisla también para los demás. ¿Por qué desear el bien en vez
del mal? La razón pura, como bien es consciente nuestra autora, no hace otra
cosa que establecer razones para una u otra opción, no tiene la clave para
resolver esta cuestión.
En lo que respecta al
cristianismo, Guisán no tiene en cuenta la dualidad paulina entre Ley y
Espíritu para expresar uno de los múltiples aspectos en los cuales describe la
libertad del creyente. La servidumbre producida por la obediencia de la Ley, en
analogía con la concepción de nuestra autora, es derivación de la no
interiorización reflexiva de aquello que se obedece. Sin embargo, cuando Pablo
dice, “La verdadera libertad consiste en
estar en gracia y ser siervos de Dios”. (Rom 6, 22), expresa dos diferentes aspectos,
el autónomo y el heterónomo, de la misma libertad; la gracia es la “conciencia”
individual iluminada por la constancia del Bien Absoluto, que puede ser Cristo
o el propio bien moral; la heteronomía (“ser siervos de Dios”) consiste en la
vinculación de esa conciencia individual con el objeto universal, que para el
hombre ético es el bien moral.
En cuanto a la doctrina católica,
quizá nada mejor que remitirnos al nuevo-viejo catecismo sobre la cuestión de
la conciencia moral:
“La dignidad de la persona humana implica y exige la rectitud de la
conciencia moral. La conciencia moral comprende la percepción de los principios
de la moralidad (“sindéresis”), su aplicación a las circunstancias concretas
mediante un discernimiento práctico de las razones y de los bienes, y en
definitiva el juicio formado sobre los actos concretos que se van a realizar o
se han realizado. La verdad sobre el bien moral, declarada en la ley de la razón,
es reconocida práctica y concretamente por el dictamen prudente de la
conciencia. Se llama prudente al hombre que elige conforme a este dictamen o
juicio[24]”.
Como podemos ver, en lo referente
a la función del individuo o la persona, no hay diferencia real en la
concepción de la conciencia y de la percepción ética entre Guisán y la Iglesia.
Para el católico o para el creyente, la conciencia individual es “Dios”, o, al
menos, la instancia a la que hay que obedecer (según el catecismo, “el ser humano debe obedecer siempre el
juicio cierto de su conciencia”). Aunque la conciencia sea también
imperfecta, ella intercede entre nosotros y la perfección divina, como dice el
Evangelio, “Tranquilizaremos nuestra
conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es
mayor que nuestra conciencia y conoce todo” (1 Jn 3, 19-20). La conciencia
individual debe ser, también, para el católico, la voz y la guía del
comportamiento moral y del discernimiento ético. Una conciencia individual que
no tiene que imponerse a otras conciencias individuales, pues como escribía el
Obispo Fisher antes de ser ejecutado, refiriéndose a los que le condenaron “no condeno yo las conciencias de otros
hombres. Su conciencia les deberá salvar, igual que la mía debe salvarme a mí[25]”.
[1] GUISÁN ESPERANZA, Ética sin religión, Alianza, 1993,
Madrid, p. 7.
[2] Ibidem, p. 8.
[3] Ibidem, p. 10.
[4] Ibidem, p. 14.
[5] Ibidem, p. 18.
[6] Ibidem, p. 23.
[7] Ibidem, p. 15.
[8] Ibidem, p. 21.
[9] Ibidem, p. 29
[10] Ibidem, p. 30.
[11] Ibidem, p. 31.
[12] Repite esta idea todavía
con mayor desconsuelo, lamentando el no florecimiento del milenio utilitarista:
“ A la “muerte de Dios” sucedió la de la
metafísica y también, aunque de las muertes previas no tenía que seguirse sino
la revitalización y renacimiento de una razón práctica empíricamente
condicionada (contrariando a Kant), pareció derivarse, al menos durante largo
tiempo, la muerte o agonía de la propia posibilidad del quehacer ético en
cuanto actividad normativa y normativizadora” (p. 97).
[13] Ibidem, p. 107.
[14] Ibidem, p. 62.
[15] Ibidem, p. 63.
[16] Ibidem, p. 65.
[17] Ibidem, p. 73.
[18] Ibidem, p. 95.
[19] Ibidem, p. 31.
[20] GARCÍA ARTURO, Moral fundamental. Curso (2011-2012), Instituto
Superior de Ciencias Religiosas Pio XII, San Sebatián, p. 9.
[21] Guisán, p. 41,
[22] Según Guisán, “en la medida en que los hombres son
católicos y respetan no sólo la ley supuestamente divina sino asimismo a los
supuestos infalibles intérpretes de dicha ley, en la medida que deben
obediencia al Papa, los obispos y los pastores espirituales, se convierten en
criaturas heterónomas” (p. 39-40).
[23] García, p. 26.
[25] ATTWATER DONALD, The Penguin Dictionary of Saints, Penguin, London , 1983, p. 196.
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